Los problemas políticos de la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, están creciendo a diario tras las protestas masivas antigubernamentales del 15 de marzo, que fueron mucho más grandes de lo esperado, y las nuevas denuncias de corrupción contra funcionarios de alto rango del partido gobernante en el escándalo político de Petrobras.
A juzgar por lo que escuché del ex presidente Fernando Henrique Cardoso, el senador José Serra y otros políticos brasileños cuando los entrevisté en días pasados, es probable que Rousseff no sea sometida a juicio político — al menos por ahora — en el escándalo de los sobornos pagados a funcionarios del gobierno y legisladores del gobernante Partido de los Trabajadores por la empresa petrolera estatal.
Sin embargo, Rousseff podría quedar políticamente paralizada para el resto de su mandato, que finaliza en enero del 2019. La investigación sobre los sobornos de Petrobras, que tuvieron lugar mientras ella presidía el Consejo de Administración de la empresa, durará por lo menos uno o dos años más. O sea que cuando termine, asumiendo que la presidenta salga indemne, ya será una jefa de Estado finalizando su mandato, y por lo tanto con poco poder político.
Para empeorar las cosas, la economía de Brasil tendrá su peor desempeño en 25 años en el 2015, según una reciente encuesta del Banco Central entre casi un centenar de economistas, que proyectan que la economía caerá un 0.6 por ciento este año. Pocos economistas esperan una pronta recuperación, salvo una movida poco probable de Rousseff para sellar un acuerdo con la oposición.
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